Capítulo I. Artyom Vasily.
"Ha tenido suerte, el bebé no sufre ninguna malformación física".
Es un agradable día de primavera. Allí, en Prípiat, el frío se hace cargo de la situación atmosférica, pero no hace tanto como en los crudos inviernos cuando la estufa del hogar es la única que hace frente al gélido aire y a las precipitaciones en forma de nieve. Dos científicos de la central nuclear se dirigen hacia ella caminando. Sus casas están situadas a unos pocos kilómetros de allí, y ya se sabe, no hay que contaminar. Con el maletín y el casco en la mano, uno intenta entablar conversación.
- Al parecer vamos a realizar un simulacro hoy.
- ¿De evacuación?
- No. Es un simple corte del suministro eléctrico.
- Para ver cómo reaccionan los reactores.
- Exacto.
- Bueno, son unas cuantas horas perdidas -ríe.
- Se agradecen, se agradecen -le acompaña.
Ambos ríen sonoramente, desbordando felicidad por los cuatro costados. Finalmente, y tras un camino que pareció más corto de lo que se presuponía, llegaron a la central. Allí uno de los ingenieros esperaba afuera, intentando encender un cigarrillo. Con un limitado gesto les saludó, quedándose con su pequeña lucha contra el fuego. A las nueve en punto de la mañana, el encargado del reactor nuclear principal, les informaba sobre la pequeña simulación que se producía hoy, y de la cual ya habían hablado aquellos dos científicos en su paseo anterior. Tras una charla de unos quince minutos, todos los trabajadores se colocaron en sus puestos, esperando al inocente corte. El encargado de efectuar dicho corte, recibió una llamada por el walkie.
- ¡Joder! ¡Joder! ¿!Qué has hecho!? -se oye desesperado através de la radio.
- ¿Reactor cuatro? ¿Eres tú? ¿Qué ocurre?
- ¡Esto es... esto es....!
Otro mundo...
- Un... monstruo...
Un joven de unos dieciséis años escucha atento a un adulto de mediana edad con cicatrices alrededor de toda la cara, y con una calvicie clara. Sentado sobre una cómoda, parece contarle la misma historia una y otra vez. Se produce un absoluto silencio que dura unos cinco minutos, cuando el chico lo corta.
- Entonces... uno de aquellos científicos...
- Era yo, sí. Aquel fue el peor día de la humanidad.
El joven se levantó, observando como, otro día más, su demacrado padre lloraba desconsolado al recordar aquel suceso. Las tardes en las que su padre no quería contar la historia, él le obligaba. Cuando él no quería ver lo que había sucedido para que su ciudad se quedase así, era su viejo quien le sentaba delante de lo que antaño funcionó como estufa y le ilustraba. Todos los días los mismos acontecimientos. Los mismos detalles. Las mismas consecuencias. Siempre jura y perjura que lo que aquel científico del reactor número cuatro describió fue la figura del mismísimo diablo, en un color azul cielo, posándose y devorando todo aquello que conocía. Narra otros días cómo fueron las horas posteriores, las noches de incertidumbre; como la Unión Soviética mando a sus liquidadores a limpiar la zona. Años más tarde, los primeros nacimientos deformes: niños sin piernas, con las medidas de su cuerpo totalmente trastornadas, con un tronco en lugar de dos pies. Monstruos.
Abrió la puerta para dar con la misma calle que veía siempre. No conocía mucho más, pues en aquel lugar dejado de la mano de Dios no había ningún tipo de cobertura telefónica, ni mucho menos Internet. Los coches que por allí había visto pasar a lo largo de su vida los podría contar con los dedos de las manos y los pies. Sólo algún turista que otro se arriesgaba a exponerse a la radiación que aún existía. Los rastrojos de hierba intentan sobresalir entre el cemento, que parece llorar lo soportado desde el 86. Los ciervos y lobos pastan como si estuvieran en su casa, y realmente Artyom así lo siente: Prípiat es de dominio animal, y son ellos los que miran extrañados la presencia humana. Los que deberían pagar por verle caminar cabizbajo por la ciudad fantasma. El frío hacía mella en su blanco y débil cuerpo, pero poco le importaba. Su existencia estaba destinada a quedarse en aquellos interminables cuatro muros del infierno. Él, junto a sus dos ancianos padres de cuarenta años, con vivencias de un octogenario, era uno de los pocos que vivían allí. Tan cerca del desastre. Tan cerca del final de la humanidad.
Bienvenidos a Chernobyl.