Bueno , antes que nada voy a nombrar los personajes y sus caracteristicas..:
NOTA:ESTOS SON SOLO ALGUNOS DE LOS PERSONAJES ; NO SON TODOS.
Pokémon: Charmander
Varita: Pluma de Moltres genuina, madera de árbol del Bosque Verde 28 cm.
Residencia: Número 4 de Privet Drive.
Padres/Tutores: Vernon Dursley y Petunia Dursley.
Albus Dumbledore
Pokémon: Sceptile
Varita: Pluma de Moltres genuina, madera de árbol del Bosque Petalia, 32 cm.
Residencia: Desconocida.
Vernon Dursley
Pokémon: Snorlax
Residencia: Número 4 Privet Drive
Petunia Dursley
Pokémon: Ampharos
Residencia: Número 4 Privet Drive
Dudley Dursley
Pokémon: Munchlax
Residencia: Número 4 Privet Drive
Ron Weasley
Pokémon: Squirtle
Varita: Escama de Magykarp, madera de Sauce Boxeador, 27 cm.
Residencia: La Madriguera
Padres/Tutores: Molly Weasley y Arthur Weasley
Hermione Granger
Pokémon: Bulbasaur
Varita: Cabello de Ursaring, madera de árbol del Bosque Petalia, 25 cm.
Residencia: Desconocida
Padres/Tutores: Desconocidos
Minerva McGonagall
Pokémon: Ditto
Varita: Escama de Seaking, madera de árbol del Bosque Verde, 33 cm.
Residencia: Desconocida
Severus Snape
Pokémon: Cacturne
Varita: Hoja de Nuzleaf, madera de árbol del Bosque Petalia, 31 cm.
Residencia: La Calle de la Hilandera.
Pomona Sprout
Pokémon: Victreebell
Varita: Escama de Remoraid, madera árbol Bosque Petalia, 34 cm.
Residencia: Desconocida
Filius Flitwick
Pokémon: Chimecho
Varita: Nube de Altaria, madera de Sauce Boxeador, 29 cm.
Residencia: Desconocida
Profesor Quirrell
Pokémon: Ludiccolo
Varita: Cabello de Linoone, madera de árbol del Bosque Petalia, 34 cm.
Residencia: Desconocida.
Lord Voldemort
Pokémon: Deoxys
Varita: Pluma genuina de Ho-Oh, madera de Sauce Boxeador, 35 cm.
Residencia: Pequeño Hangleton
Rubeus Hagrid
Pokémon: Golem
Varita:-----------
Residencia: Desconocida
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Despues hago la intro y despues el captitulo 1 ...
Harry Potter
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Prologo :
Un Sceptile apareció en la esquina que un zigagoon había estado observando, y lo hizo tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. La cola del se agitó y sus ojos se entornaron.
En Privet Drive nunca se había visto un pokemon así. Era alto, delgado y muy anciano, a juzgar por su pelo y barba plateados, Era un pokemon muy raro , su coloración era distinta a la de un común. Llevaba una túnica larga, una capa color púrpura que barría el suelo y botas con tacón alto y hebillas. Sus ojos Verdes eran Oscuros, brillantes. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la hubiera fracturado alguna vez. El >>mote<< de aquel pokemon era Albus Dumbledore.
Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en donde todo lo suyo, desde su Mote hasta sus botas, era mal recibido. Estaba muy ocupado revolviendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que lo observaban porque, de pronto, miró al , que todavía lo contemplaba con fijeza desde la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al pareció divertirlo. Rió entre dientes y murmuró:
—Debería haberlo sabido.
Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un encendedor de plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La luz más cercana de la calle se apagó con un leve estallido. Lo encendió otra vez y la siguiente lámpara quedó a oscuras. Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que las únicas luces que quedaron en toda la calle fueron dos alfileres lejanos: los ojos del que lo observaba. Si alguien hubiera mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la señora Dursley con sus ojos como cuentas, pequeños y brillantes, no habría podido ver lo que sucedía en la calle. Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue hacia el número 4 de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del . No lo miró, pero después de un momento le dirigió la palabra.
—Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall.
Se volvió para sonreír al , pero éste ya no estaba. En su lugar, le dirigía la sonrisa a un de aspecto severo que llevaba gafas de montura cuadrada, que recordaban las líneas que había alrededor de los ojos del . El también llevaba una capa, de color esmeralda. Parecía claramente disgustado.
—¿Cómo ha sabido que era yo? —preguntó.
—Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan tieso.
—Usted también estaría tieso si llevara todo el día sentado sobre una pared de ladrillo —respondió la profesora McGonagall.
—¿Todo el día? ¿Cuando podría haber estado de fiesta? Debo de haber pasado por una docena de celebraciones y fiestas en mi camino hasta aquí.
La profesora McGonagall resopló enfadada.
—Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo con impaciencia—. Yo creía que serían un poquito más prudentes, pero no... ¡Hasta los muggles se han dado cuenta de que algo sucede! Salió en las noticias. —Terció la cabeza en dirección a la ventana del oscuro salón de los Dursley—. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas fugaces... Bueno, no son totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo. Estrellas fugaces cayendo en Kent... Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho sentido común.
—No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono afable—. Hemos tenido tan poco que celebrar durante once años...
—Ya lo sé —respondió irritada la profesora McGona¬gall—. Pero ésa no es una razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente descuidada, sale a las calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa de los muggles, intercambia rumores...
Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia Dumbledore, como si esperara que éste le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó hablando.
—Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe parece haber desaparecido al fin, los muggles lo descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se ha ido, ¿no, Dumbledore?
—Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mu¬cho que agradecer. ¿Le gustaría tomar un pokecubo?
—¿Un qué?
—Un Pokecubo. Es una clase de dulces de los muggles que me gusta mucho.
—No, muchas gracias —respondió con frialdad la pro¬fesora McGonagall, como si considerara que aquél no era un momento apropiado para dulces—. Como le decía, aunque Quien-usted-sabe se haya ido...
—Mi querida profesora, estoy seguro de que una perso¬na sensata como usted puede llamarlo por su nombre, ¿ver¬dad? Toda esa tontería de Quien-usted-sabe... Durante once años intenté persuadir a los pokemons para que lo llamara por su verdadero nombre, Voldemort. —La profesora McGonagall se echó hacia atrás con temor, pero Dumbledore, ocupado en desenvolver dos caramelos de limón, pareció no darse cuenta—. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe». Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort.
—Sé que usted no tiene ese problema —observó la profe¬sora McGonagall, entre la exasperación y la admiración—. Pero usted es diferente. Todos saben que usted es el único al que Quien-usted... Oh, bueno, Voldemort, tenía miedo.
—Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—. Voldemort tenía poderes que yo nunca tuve.
—Sólo porque usted es demasiado... bueno... noble... para utilizarlos.
—Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tan¬to desde que la señora Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras.
La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura, an¬tes de hablar.
—Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por ahí. ¿Sabe lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ¿Sobre lo que finalmente lo detuvo?
Parecía que la profesora McGonagall había llegado al punto que más deseosa estaba por discutir, la verdadera ra¬zón por la que había esperado todo el día en una fría pared pues, ni como ni como , había mirado nunca a Dum¬bledore con tal intensidad como lo hacía en aquel momento. Era evidente que, fuera lo que fuera «aquello que todos de¬cían», no lo iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era verdad. Dumbledore, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió.
—Lo que están diciendo —insistió— es que la pasada noche Voldemort apareció en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El rumor es que Lily y James Potter están... es¬tán... bueno, que están muertos.
Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora McGonagall se quedó boquiabierta.
—Lily y James... no puedo creerlo... No quiero creerlo... Oh, Albus...
Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la espalda.
—Lo sé... lo sé... —dijo con tristeza.
La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando continuó.
—Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de los Potter, a Harry. Pero no pudo. No pudo matar a ese niño. Na¬die sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no pudo ma¬tarlo, el poder de Voldemort se rompió... y que ésa es la razón por la que se ha ido.
Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.
—¿Es... es verdad? —tartamudeó la profesora McGona¬gall—. Después de todo lo que hizo... de todos los pokemons que mató que mató... ¿no pudo matar a un lvl5? Es asombroso... entre to¬das las cosas que podrían detenerlo... Pero ¿cómo sobrevivió Harry en nombre del cielo?
—Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca lo sepamos.
La profesora McGonagall sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por los ojos, por detrás de las gafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo y lo exa¬minaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y nin¬gún número; pequeños planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía de tener sentido, porque lo guardó y dijo:
—Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría aquí, ¿no?
—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no me va a decir por qué, entre tantos lugares, te¬nía que venir precisamente aquí.
—He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia que le queda ahora.
—¿Quiere decir...? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! —gritó la profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al número 4—. Dumbledore... no puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta de nosotros. Y ese hijo que tienen... Lo vi dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidien¬do pokecubos a gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí!
—Es el mejor lugar para él —dijo Dumbledore con fir¬meza—. Sus tíos podrán explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta.
—¿Una carta? —repitió la profesora McGonagall, vol¬viendo a sentarse—. Dumbledore, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta? ¡Esa gente jamás comprenderá a Harry! ¡Será famoso... una leyenda... no me sorprende¬ría que el día de hoy fuera conocido en el futuro como el día de Harry Potter! Escribirán libros sobre Harry... todos los niños del mundo conocerán su nombre.
—Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy se¬ria por encima de sus gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño. ¡Famoso antes de saber hablar y andar! ¡Famoso por algo que ni siquiera recuerda! ¿No se da cuenta de que será mucho mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté preparado para asimilarlo?
La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego dijo:
—Sí... sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a lle¬gar el niño hasta aquí, Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor, como si pensara que podía tener escondido a Harry.
—Hagrid lo traerá.
—¿Le parece... sensato... confiar a Hagrid algo tan im¬portante como eso?
—A Hagrid, le confiaría mi vida—dijo Dumbledore.
—No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a regañadientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que no es descuidado. Tiene la costumbre de... ¿Qué ha sido eso?
Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces un pesado fearrow cayó del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos.
el fearrow era inmenso, pero si se la comparaba con el gollem que la conducía parecía un juguete. Era dos veces más alto que un gollem normal y al menos cinco veces más ancho. Se podía decir que era demasiado grande para que lo aceptaran y además, tan desaliñado... . Sus manos tenían el mismo tamaño que las tapas del cubo de la basura . En sus enormes brazos musculosos sostenía un bulto envuelto en mantas.
—Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ¿Y dón¬de conseguiste esa ?
—Me la han prestado; profesor Dumbledore —contestó el gigante, bajando con cuidado el pokemon
mientras habla¬ba—. El joven Sirius Black me la dejó. Lo he traído, señor.
—¿No ha habido problemas por allí?
—No, señor. La casa estaba casi destruida, pero lo saqué antes de que los muggles comenzaran a aparecer. Se quedó dormido mientras volábamos sobre Bristol.
Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas. Entre ellas se veía un pequeño, pro¬fundamente dormido. Bajo una mata de pelo negro azabache, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como un relámpago.
—¿Fue allí...? —susurró la profesora McGonagall.
—Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz para siempre.
—¿No puede hacer nada, Dumbledore?
—Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la rodilla izquierda que es un diagra¬ma perfecto del metro de Londres. Bueno, déjalo aquí, Ha¬grid, es mejor que terminemos con esto.
Dumbledore se volvió hacia la casa de los Dursley
—¿Puedo... puedo despedirme de él, señor? —preguntó Hagrid.
Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre Harry y le dio un beso, raspándolo con la barba. Entonces, súbitamente, Ha¬grid dejó escapar un aullido, como si fuera un perro herido.
—¡Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ¡Vas a des¬pertar a los muggles!
—Lo... siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran pañuelo—. Pero no puedo soportarlo... Lily y Ja¬mes muertos... y el pobrecito Harry tendrá que vivir con muggles...
—Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid, o van a descubrirnos —susurró la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de Hagrid, mientras Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que ha¬bía enfrente. Dejó suavemente a Harry en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las mantas del niño y lue¬go volvió con los otros dos. Durante un largo minuto los tres contemplaron el pequeño bulto. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora McGonagall parpadeó furiosa¬mente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado.
—Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. No tenemos nada que hacer aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las celebraciones.
—Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Voy a devol¬ver la moto a Sirius. Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore.
Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la moto y le dio una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el aire y de¬sapareció en la noche.
—Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall —dijo Dumbledore, saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora McGonagall se sonó la nariz por toda res¬puesta.
Un Sceptile apareció en la esquina que un zigagoon había estado observando, y lo hizo tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. La cola del se agitó y sus ojos se entornaron.
En Privet Drive nunca se había visto un pokemon así. Era alto, delgado y muy anciano, a juzgar por su pelo y barba plateados, Era un pokemon muy raro , su coloración era distinta a la de un común. Llevaba una túnica larga, una capa color púrpura que barría el suelo y botas con tacón alto y hebillas. Sus ojos Verdes eran Oscuros, brillantes. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la hubiera fracturado alguna vez. El >>mote<< de aquel pokemon era Albus Dumbledore.
Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en donde todo lo suyo, desde su Mote hasta sus botas, era mal recibido. Estaba muy ocupado revolviendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que lo observaban porque, de pronto, miró al , que todavía lo contemplaba con fijeza desde la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al pareció divertirlo. Rió entre dientes y murmuró:
—Debería haberlo sabido.
Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un encendedor de plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La luz más cercana de la calle se apagó con un leve estallido. Lo encendió otra vez y la siguiente lámpara quedó a oscuras. Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que las únicas luces que quedaron en toda la calle fueron dos alfileres lejanos: los ojos del que lo observaba. Si alguien hubiera mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la señora Dursley con sus ojos como cuentas, pequeños y brillantes, no habría podido ver lo que sucedía en la calle. Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue hacia el número 4 de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del . No lo miró, pero después de un momento le dirigió la palabra.
—Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall.
Se volvió para sonreír al , pero éste ya no estaba. En su lugar, le dirigía la sonrisa a un de aspecto severo que llevaba gafas de montura cuadrada, que recordaban las líneas que había alrededor de los ojos del . El también llevaba una capa, de color esmeralda. Parecía claramente disgustado.
—¿Cómo ha sabido que era yo? —preguntó.
—Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan tieso.
—Usted también estaría tieso si llevara todo el día sentado sobre una pared de ladrillo —respondió la profesora McGonagall.
—¿Todo el día? ¿Cuando podría haber estado de fiesta? Debo de haber pasado por una docena de celebraciones y fiestas en mi camino hasta aquí.
La profesora McGonagall resopló enfadada.
—Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo con impaciencia—. Yo creía que serían un poquito más prudentes, pero no... ¡Hasta los muggles se han dado cuenta de que algo sucede! Salió en las noticias. —Terció la cabeza en dirección a la ventana del oscuro salón de los Dursley—. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas fugaces... Bueno, no son totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo. Estrellas fugaces cayendo en Kent... Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho sentido común.
—No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono afable—. Hemos tenido tan poco que celebrar durante once años...
—Ya lo sé —respondió irritada la profesora McGona¬gall—. Pero ésa no es una razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente descuidada, sale a las calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa de los muggles, intercambia rumores...
Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia Dumbledore, como si esperara que éste le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó hablando.
—Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe parece haber desaparecido al fin, los muggles lo descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se ha ido, ¿no, Dumbledore?
—Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mu¬cho que agradecer. ¿Le gustaría tomar un pokecubo?
—¿Un qué?
—Un Pokecubo. Es una clase de dulces de los muggles que me gusta mucho.
—No, muchas gracias —respondió con frialdad la pro¬fesora McGonagall, como si considerara que aquél no era un momento apropiado para dulces—. Como le decía, aunque Quien-usted-sabe se haya ido...
—Mi querida profesora, estoy seguro de que una perso¬na sensata como usted puede llamarlo por su nombre, ¿ver¬dad? Toda esa tontería de Quien-usted-sabe... Durante once años intenté persuadir a los pokemons para que lo llamara por su verdadero nombre, Voldemort. —La profesora McGonagall se echó hacia atrás con temor, pero Dumbledore, ocupado en desenvolver dos caramelos de limón, pareció no darse cuenta—. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe». Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort.
—Sé que usted no tiene ese problema —observó la profe¬sora McGonagall, entre la exasperación y la admiración—. Pero usted es diferente. Todos saben que usted es el único al que Quien-usted... Oh, bueno, Voldemort, tenía miedo.
—Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—. Voldemort tenía poderes que yo nunca tuve.
—Sólo porque usted es demasiado... bueno... noble... para utilizarlos.
—Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tan¬to desde que la señora Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras.
La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura, an¬tes de hablar.
—Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por ahí. ¿Sabe lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ¿Sobre lo que finalmente lo detuvo?
Parecía que la profesora McGonagall había llegado al punto que más deseosa estaba por discutir, la verdadera ra¬zón por la que había esperado todo el día en una fría pared pues, ni como ni como , había mirado nunca a Dum¬bledore con tal intensidad como lo hacía en aquel momento. Era evidente que, fuera lo que fuera «aquello que todos de¬cían», no lo iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era verdad. Dumbledore, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió.
—Lo que están diciendo —insistió— es que la pasada noche Voldemort apareció en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El rumor es que Lily y James Potter están... es¬tán... bueno, que están muertos.
Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora McGonagall se quedó boquiabierta.
—Lily y James... no puedo creerlo... No quiero creerlo... Oh, Albus...
Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la espalda.
—Lo sé... lo sé... —dijo con tristeza.
La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando continuó.
—Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de los Potter, a Harry. Pero no pudo. No pudo matar a ese niño. Na¬die sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no pudo ma¬tarlo, el poder de Voldemort se rompió... y que ésa es la razón por la que se ha ido.
Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.
—¿Es... es verdad? —tartamudeó la profesora McGona¬gall—. Después de todo lo que hizo... de todos los pokemons que mató que mató... ¿no pudo matar a un lvl5? Es asombroso... entre to¬das las cosas que podrían detenerlo... Pero ¿cómo sobrevivió Harry en nombre del cielo?
—Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca lo sepamos.
La profesora McGonagall sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por los ojos, por detrás de las gafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo y lo exa¬minaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y nin¬gún número; pequeños planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía de tener sentido, porque lo guardó y dijo:
—Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría aquí, ¿no?
—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no me va a decir por qué, entre tantos lugares, te¬nía que venir precisamente aquí.
—He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia que le queda ahora.
—¿Quiere decir...? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! —gritó la profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al número 4—. Dumbledore... no puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta de nosotros. Y ese hijo que tienen... Lo vi dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidien¬do pokecubos a gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí!
—Es el mejor lugar para él —dijo Dumbledore con fir¬meza—. Sus tíos podrán explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta.
—¿Una carta? —repitió la profesora McGonagall, vol¬viendo a sentarse—. Dumbledore, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta? ¡Esa gente jamás comprenderá a Harry! ¡Será famoso... una leyenda... no me sorprende¬ría que el día de hoy fuera conocido en el futuro como el día de Harry Potter! Escribirán libros sobre Harry... todos los niños del mundo conocerán su nombre.
—Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy se¬ria por encima de sus gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño. ¡Famoso antes de saber hablar y andar! ¡Famoso por algo que ni siquiera recuerda! ¿No se da cuenta de que será mucho mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté preparado para asimilarlo?
La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego dijo:
—Sí... sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a lle¬gar el niño hasta aquí, Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor, como si pensara que podía tener escondido a Harry.
—Hagrid lo traerá.
—¿Le parece... sensato... confiar a Hagrid algo tan im¬portante como eso?
—A Hagrid, le confiaría mi vida—dijo Dumbledore.
—No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a regañadientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que no es descuidado. Tiene la costumbre de... ¿Qué ha sido eso?
Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces un pesado fearrow cayó del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos.
el fearrow era inmenso, pero si se la comparaba con el gollem que la conducía parecía un juguete. Era dos veces más alto que un gollem normal y al menos cinco veces más ancho. Se podía decir que era demasiado grande para que lo aceptaran y además, tan desaliñado... . Sus manos tenían el mismo tamaño que las tapas del cubo de la basura . En sus enormes brazos musculosos sostenía un bulto envuelto en mantas.
—Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ¿Y dón¬de conseguiste esa ?
—Me la han prestado; profesor Dumbledore —contestó el gigante, bajando con cuidado el pokemon
mientras habla¬ba—. El joven Sirius Black me la dejó. Lo he traído, señor.
—¿No ha habido problemas por allí?
—No, señor. La casa estaba casi destruida, pero lo saqué antes de que los muggles comenzaran a aparecer. Se quedó dormido mientras volábamos sobre Bristol.
Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas. Entre ellas se veía un pequeño, pro¬fundamente dormido. Bajo una mata de pelo negro azabache, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como un relámpago.
—¿Fue allí...? —susurró la profesora McGonagall.
—Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz para siempre.
—¿No puede hacer nada, Dumbledore?
—Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la rodilla izquierda que es un diagra¬ma perfecto del metro de Londres. Bueno, déjalo aquí, Ha¬grid, es mejor que terminemos con esto.
Dumbledore se volvió hacia la casa de los Dursley
—¿Puedo... puedo despedirme de él, señor? —preguntó Hagrid.
Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre Harry y le dio un beso, raspándolo con la barba. Entonces, súbitamente, Ha¬grid dejó escapar un aullido, como si fuera un perro herido.
—¡Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ¡Vas a des¬pertar a los muggles!
—Lo... siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran pañuelo—. Pero no puedo soportarlo... Lily y Ja¬mes muertos... y el pobrecito Harry tendrá que vivir con muggles...
—Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid, o van a descubrirnos —susurró la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de Hagrid, mientras Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que ha¬bía enfrente. Dejó suavemente a Harry en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las mantas del niño y lue¬go volvió con los otros dos. Durante un largo minuto los tres contemplaron el pequeño bulto. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora McGonagall parpadeó furiosa¬mente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado.
—Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. No tenemos nada que hacer aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las celebraciones.
—Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Voy a devol¬ver la moto a Sirius. Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore.
Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la moto y le dio una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el aire y de¬sapareció en la noche.
—Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall —dijo Dumbledore, saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora McGonagall se sonó la nariz por toda res¬puesta.