La batalla no había cesado aún. Sus brazos, su cuchillo e incluso su manto de tela, desgastado por las tormentas de arena, estaban encharcados de la sangre de sus enemigos. Sólo quería que regresar a su sieg, oculto y perdido entre las dunas del desierto profundo, junto a su querida esposa. Pero los soldados del Emperador no cejaban en su acoso, intentando derrotar al último nómada del desierto que aún se mantenía en pie en aquel cruento combate. Con sus fuerzas ya mermadas, sacó con decisión uno de aquellos extraños tambores que usaba su tribu para llamar a Shai-Hulud. Los sardaukar se mostraron asustados y confusos al escuchar los rítmicos golpes de aquel artefacto contra la arena abrasadora y no pudieron contener el pánico al contemplar la monstruosa figura que se acercaba devorando los estratos de roca.

- ¡Gloria a Muad'Dib!